sábado, 29 de enero de 2011

PRENSA. "Manolillo y los bomberos", por Elvira Lindo

Elvira Lindo
   En "El País":
Manolillo y los bomberos

ELVIRA LINDO. 23/01/2011

   Desde que el mundo es mundo, los niños que soñaban con ser escritores eran los rarillos. Una rareza que no se apreciaba, porque ya se encargaban esos niños fantasiosos de que nadie descubriera su diferencia. En este aspecto las cosas no han cambiado. Tú preguntas en una clase, "¿a alguien le gusta escribir?", y las criaturas bajarán la cabeza como si hubieras preguntado quién se masturba o algo parecido. Tal vez un alumno decida romper la tensión señalando a una compañera, "ésta escribe poesías", y lo más probable es que la pobre enmudezca, deseando que sus compañeros se olviden pronto de su tara. El niño que escribe es el rarillo. La niña, la rarilla. Porque en la niñez la destreza para la acción tienen mucho más prestigio que las dotes reflexivas. Algunos maestros me han dicho que hay niños que aspiran a ser zánganos de Gran Hermano. En fin, cada generación ha dado su camada de zánganos, ahora, además, tienen programa en la tele. Pero quiero creer que siguen respondiendo a un primitivo impulso heroico que les hace querer curar, ganar carreras, salvar vidas, pilotar aviones, vencer a un enemigo, perseguir al malo. Y todo eso con un uniforme, si es posible. La otra noche, por esos regalos inesperados que te concede la vida, me vi viajando en un microbús con seis bomberos de Huelva y un niño. Íbamos a la entrega de premios del programa El público lee, que de manera tan inteligente presenta Jesús Vigorra. Los bomberos recibían el premio por su labor de rescate en catástrofes y el niño, Manuel Camacho, el que se le otorgaba a la película Entre lobos. Manolillo, como así lo llamaba su madre, iba fascinado, como el niño Jesús entre los doctores, preguntándoles por tsunamis, terremotos y derrumbamientos. Quería saber con detalle cómo era eso de salvar a otros niños como él, de diez años, o a uno mucho más chico de Haití que él había visto en la tele, un niño con una entereza de adulto que, después de que el perro de rescate hubiera señalado el lugar exacto donde había sido sepultado, esperaba paciente a que los bomberos procedieran a desescombrar el lugar y devolverlo a la vida. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por las voces: la del niño Manuel, excitado por estar entre hombres que salvan niños; las de los bomberos, que iban contestando con la buena disposición de quienes aman su oficio y disfrutan contándolo. Los niños adoran a los bomberos. Las mujeres, por otras razones, también. Con el tiempo supe que los gays adoraban a los bomberos por las mismas razones que las mujeres. En realidad, la curiosidad hacia los equipos de rescate es general, porque qué pocos son los adultos que finalmente hacen realidad los sueños heroicos que tuvieron de niños. Una vez que todas las muchachas de la fiesta se hicieron fotos con ellos, me acerqué. Lo bueno de tener esta página, de haber cumplido el deseo secreto de la niña rarilla que fui, es que tengo la excusa perfecta para colarme en las vidas ajenas, y así, de la misma manera que había hecho Manolillo en el microbús, me colé en el corro formado por Luis Felipe, Antonio Zunino, Javier, Florentino y Antonio Bandera. Cinco hombres que se sentían un poco extraños dentro de su uniforme de fiesta: americana azul con botones dorados. Sobre la inmensa espalda de uno de ellos colgaban largas rastas que, en las horas de faena, enrolla dentro del casco de bombero. A diario cumplen un trabajo más o menos monótono, pero se movilizan en cuanto ocurre una catástrofe al otro lado del mundo y, dependiendo de los donativos que reciban para correr con los gastos del viaje, ponen en marcha un destacamento mayor o menor. Dedicaron el premio a esos perros que cumplen un papel fundamental en la tarea. Educados para amar al ser humano, esos animales, no importa su raza, son capaces de dejarse la vida con tal de señalar un punto donde perciben la presencia de un enterrado vivo. Hace tiempo se les entrenaba premiándoles con comida, más tarde se descubrió que la recompensa afectiva les incentiva aún más que la golosina. No dejan que sus perros tengan malas experiencias con humanos, porque el secreto de su entrega en el rescate está en que piensen que todo humano es siempre un amigo. Cada bombero convive con su perro. El grado de colaboración entre ellos es tal que pronunciaron el nombre de todas sus mascotas. Esto sólo puede parecer pueril a quienes no sean capaces de calibrar hasta qué punto es posible la camaradería entre un animal y un hombre o no se detengan a pensar que el resultado de esa cuidadosa convivencia es la salvación de un ser humano. Estos hombres viajan a distintos países para entrenar a otros bomberos en su especialidad de rescate. En Haití colaboraron con colegas peruanos. Salvaron a veinte personas. La idea es que cuanto más cerca de la tragedia haya bomberos expertos más se acorta un tiempo que puede ser fatal en la vida de un sepultado. Uno de los bomberos me pidió que me hiciera una foto con él. Para mi novia, dijo, que te sigue. Y yo pensé, el tiempo diluye las diferencias: aquí está uno de aquellos niños de acción que persiguió el sueño de ser heroico, y aquí, una de esas rarillas que quería escribir. Ellos, los audaces, actúan; nosotros, los medrosos, contamos su historia.

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