viernes, 23 de noviembre de 2012

LITERATURA. 1962: año grande para la literatura hispanoamericana (5). "La muerte de Artemio Cruz", de Carlos Fuentes



COMIENZO DE LA NOVELA:

   Yo despierto... Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro. No sabía que a veces se puede orinar involuntariamente. Permanezco con los ojos cerrados. Las voces más cercanas no se escuchan. Si abro los ojos, ¿podré escucharlas?... Pero los párpados me pesan: dos plomos, cobres en la lengua, martillos en el oído, una... una como plata oxidada en la respiración. Metálico, todo esto. Mineral, otra vez. Orino sin saberlo. Quizá —he estado inconsciente, recuerdo con un sobresalto— durante esas horas comí sin saberlo. Porque apenas clareaba cuando alargué la mano y arrojé —también sin quererlo— el teléfono al piso y quedé boca abajo sobre el lecho, con mis brazos colgando: un hormigueo por las venas de la muñeca. Ahora despierto, pero no quiero abrir los ojos. Aunque no quiera: algo brilla con insistencia cerca de mi rostro. Algo que se reproduce detrás de mis párpados cerrados en una fuga de luces negras y círculos azules. Contraigo los músculos de la cara, abro el ojo derecho y lo veo reflejado en las incrustaciones de vidrio de una bolsa de mujer. Soy esto. Soy esto. Soy este viejo con las facciones partidas por los cuadros desiguales del vidrio. Soy este ojo. Soy este ojo. Soy este ojo surcado por las raíces de una cólera acumulada, vieja, olvidada, siempre actual. Soy este ojo abultado y verde entre los párpados. Párpados. Párpados. Párpados aceitosos. Soy esta nariz. Esta nariz. Esta nariz. Quebrada. De anchas ventanas. Soy estos pómulos. Pómulos. Donde nace la barba cana. Nace. Mueca. Mueca. Mueca. Soy esta mueca que nada tiene que ver con la vejez o el dolor. Mueca. Con los colmillos ennegrecidos por el tabaco. Tabaco. Tabaco. El vahovahovaho de mi respiración opaca los cristales y una mano retira la bolsa de la mesa de noche.
—Mire, doctor: se está haciendo...
—Señor Cruz...
—¡Hasta en la hora de la muerte debía engañarnos!
   No quiero hablar. Tengo la boca llena de centavos viejos, de ese sabor. Pero abro los ojos un poco y entre las pestañas distingo a las dos mujeres, al médico que huele a cosas asépticas: de sus manos sudorosas, que ahora palpan debajo de la camisa mi pecho, asciende un pasmo de alcohol ventilado. Trato de retirar esa mano.
—Vamos, señor Cruz, vamos...
   No, no no voy a abrir los labios: o esa línea arrugada, sin labios, en el reflejo del vidrio. Mantendré los brazos alargados sobre las sábanas. Las cobijas me llegan hasta el vientre. El estómago... ah... y las piernas permanecen abiertas, con ese artefacto frío entre los muslos. Y el pecho sigue dormido, con el mismo hormigueo sordo que siento... que... que sentía cuando pasaba mucho tiempo sentado en un cine. Mala circulación, eso es. Nada más. Nada más. Nada más grave. Hay que pensar en el cuerpo. Agota pensar en el cuerpo. El propio cuerpo. El cuerpo unido. Cansa. No se piensa. Está. Pienso, testigo. Soy, cuerpo. Queda. Se va... se va... se disuelve en esta fuga de nervios y escamas, de celdas y glóbulos dispersos. Mi cuerpo, en el que este médico mete sus dedos. Miedo. Siento el miedo de pensar en mi propio cuerpo. ¿Y el rostro? Teresa ha retirado la bolsa que lo reflejaba. Trato de recordarlo en el reflejo; era un rostro roto en vidrios sin simetría, con el ojo muy cerca de la oreja y muy lejos de su par, con la mueca distribuida en tres espejos circulantes. Me corre el sudor por la frente. Cierro otra vez los ojos y pido, pido que mi rostro y mi cuerpo me sean devueltos. Pido, pero siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero carezco de fuerzas.
—¿Te sientes mejor?
   No la veo a ella. No veo a Catalina. Veo más lejos. Teresa está sentada en el sillón. Tiene un periódico abierto entre las manos. Mi periódico. Es Teresa, pero tiene el rostro escondido detrás de las hojas abiertas.

   UN ANÁLISIS DE LA NOVELA.

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