jueves, 13 de noviembre de 2014

PRENSA. "Esperando a la generación del Muro". Timothy Garton Ash

   En "El País Semanal":

Esperando a la generación del Muro

Es pronto para interpretar un acontecimiento histórico de esta magnitud. Serán los jóvenes que nacieron en 1989 los que tomen el testigo. Ellos cambiarán esta Europa en crisis


Berlineses del este cruzando el Muro, el 12 de noviembre de 1989. / REUTERS
"Tiramos chocolatinas a los guardias mofletudos de Alemania del Este que hacen guardia (¿contra quién?, ¿para defender qué?) sobre un muro que desde ayer es ya algo inútil. Las apartan con las botas. Uno de los berlineses que está a mi lado vuelve a intentarlo: ‘¿No quieres un cigarrillo occidental?’. Tímido rechazo. Yo le pregunto: ‘¿Por qué estás ahí?’. Me responde: ‘Las solicitudes de entrevista deben hacerse por adelantado, a este lado y al suyo”.
Son frases anotadas en mi cuaderno. Instantes absurdos del momento más trascendental de nuestra época. En alemán, todos los sustantivos se escriben con mayúscula, de modo que cualquier pared es "Mauer". En español hay muchos muros, pero sólo un Muro. El que cayó la noche del jueves 9 de noviembre de 1989.
Algunas de mis notas las publiqué años después y por eso las recuerdo: la pareja de provincias, jadeante y sin aliento, que preguntó: “Perdone, ¿es esta la salida?”; el hombre que subía por Friedrichstrasse gritando “¡28 años y 91 días!” (el tiempo que había vivido al otro lado del Muro); el cartel improvisado que proclamaba: “Hoy termina verdaderamente la guerra”.
Pero me había olvidado de otras cosas, y algunas resultan incómodas para la leyenda de la liberación. Por ejemplo, durante un debate en un famoso teatro de Berlín Este, tres días después de la caída, Markus Wolf, alias Mischa, el histórico jefe de espías germano oriental que unos años antes, tras jubilarse, había apoyado las reformas de Gorbachov, defendió todavía a la Stasi.

La emoción de aquel día solo se entiende si se imagina lo que era vivir tras la “muralla de protección antifascista”
“La mayoría de sus agentes no son torturadores ni bestias”, escribe mi lápiz indignado, sino “gente decente, limpia”. Wolf insistió en que no era responsable de haber perseguido a los disidentes (sonido de Pilatos lavándose las manos) y dijo que debía “existir un aparato para la seguridad del Estado y los ciudadanos, como en cualquier país desarrollado”. Y anoto, con obvio asombro: “¡Grandes aplausos!”.
Algunos de los que aplaudían en el Deutsches Theater se acordarán ahora de su reacción. Nietzsche: “Lo hice’, dice mi memoria. ‘No puedo haberlo hecho’, dice mi orgullo, implacable. Hasta que, al final, la memoria se rinde”.
Y luego, los dos periodistas televisivos estadounidenses a los que oí hablar en el aeropuerto cuando volvía: “Qué buena información”. “Sí, ha dado para ayer y para hoy”. “Sí, pero ya ha decaído el interés”… Seguro que ahora no lo cuentan así. Ah, qué recuerdos.
Mi padre desembarcó en Normandía en la primera oleada. A veces iba a los actos de conmemoración en las playas, firme, de traje oscuro, con sus medallas y la miniatura de su Cruz Militar. El 25º aniversario del desembarco se cumplió en 1969, de modo que hablar hoy de la caída del Muro es como hablar de los recuerdos del Día D el año en que los Beatles publicaron Abbey Road y Neil Armstrong pisó la Luna. No pretendo comparar mi experiencia con la de mi padre. Él arriesgó su vida por la libertad de los pueblos europeos; yo no llevaba más que un cuaderno. Pero el calendario me dice que, para alguien nacido después de 1989, yo debo de ser el típico veterano que repite historias de batallitas, mientras los alumnos aburridos escriben en sus teléfonos.


TOMÁS ONDARRA
Entonces, ¿por qué no dejar que hablen ávidos historiadores de una nueva generación, después de estudiar los documentos, entrevistar a los supervivientes y conocer las consecuencias? Que ellos nos cuenten “lo que pasó de verdad”, como dijo el padre de la historiografía moderna, Leopold von Ranke (que fue profesor en la principal universidad de Berlín, hoy llamada Universidad Humboldt).
En el avión que me traía hace poco de vuelta de Varsovia terminé un nuevo libro de la historiadora estadounidense Mary Elise Sarotte. Se titula The Collapse: The Accidental Opening of the Berlin Wall (El colapso: La apertura accidental del muro de Berlín). Comienza con una escena protagonizada por un famoso periodista norteamericano, Tom Brokaw, informando desde el Muro. En realidad, los alemanes del Este vivían pendientes de los presentadores de los informativos de Alemania Occidental (los canales de la televisión occidental llegaban a la mayor parte de la zona oriental, salvo un remoto rincón apodado “El valle de los despistados”). Figuras llenas de autoridad como el venerable y canoso Hanns-Joachim Friedrichs, de ARD, que a las 22.40 declaró: “Este 9 de noviembre es un día histórico. La RDA ha anunciado que sus fronteras están abiertas para todos, con efecto inmediato”. En algunos pasos fronterizos ya había muchedumbres, pero esa proclamación anuló por completo las advertencias de la televisión estatal oriental de que había que pedir permiso y arrastró todavía a más berlineses del Este al muro de hormigón que les mantenía encerrados desde 1961.
Dejando aparte el hecho de que empiece con Brokaw, pensando en los lectores estadounidenses, el libro de Sarotte es una hábil y documentada reconstrucción de la serie de errores de los líderes orientales —y decisiones individuales como la del jefe de fronteras Harald Jäger, que estaba de guardia esa noche en Bornholmer Strasse— que convirtieron un supuesto proceso de apertura controlada en la fiesta de liberación popular más celebrada del mundo. Errores como la redacción de un documento oficial sobre la liberalización de los viajes que incluyó Berlín y el resto de la frontera interior de Alemania, o el famoso momento en el que el miembro del Politburó Günter Schabowski, durante una rueda de prensa en la tarde del 9 de noviembre, sugirió que la gente podía empezar a viajar “inmediatamente”. Errores que construyen la historia, dice Sarotte.
El subtítulo, La apertura accidental, es acertado y no lo es. No, en el sentido de que el viejo régimen de Berlín Este no podía seguir como hasta entonces, puesto que Mijaíl Gorbachov se disponía a fomentar nada menos que grandes reformas y, sobre todo, a aceptar una revolución pacífica negociada, como las que ya estaban en marcha en Polonia y Hungría. Y sí es acertado porque todos aquellos factores accidentales, como las reacciones espontáneas de los habitantes de Berlín Este, las informaciones televisivas de Alemania Occidental, los errores de las autoridades, cambiaron para siempre Berlín, Alemania, Europa y el mundo. 


Soldados de los dos bandos, cara a cara en la frontera, en 1955. / GETTY
Como destaca Sarotte, el porqué es inseparable del cómo. En este caso, el cómo fue una parte esencial del momento y un factor decisivo para sus consecuencias. No sólo proporcionó imágenes inolvidables, que constituyen en sí el acontecimiento (comparables, aunque en positivo, a la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001), sino que además señaló el traspaso del poder de las autoridades al pueblo. Todo el mundo dijo que el Muro estaba abierto, así que se abrió. Todo el mundo dijo que las cosas habían cambiado, así que cambiaron.
¿Qué puede saber la persona que estaba allí entonces que no sepan los historiadores o los que han venido después? Sobre todo, lo que se sintió, algo que, en el caso del Muro, no es tan fácil de comunicar como parece. Cualquiera puede imaginar cómo era desembarcar en una playa de Normandía bajo el fuego de las ametralladoras de la Wehrmacht, esquivando minas y sabiendo que cualquier instante podía ser el último. La imagen que tenemos está quizá más cerca de Tom Hanks que de la realidad —a mi padre, cuando le pregunté en sus últimos años, también le costaba evocarla, o al menos describirla—, pero el impacto dramático es evidente.
Más difícil es capturar la intensidad del 9 de noviembre de 1989. Para empezar, no es lo que se ve en la gran mayoría de fotos y vídeos de entonces, imágenes del Muro cubierto de alegres pintadas. Ese era el lado occidental, el lado libre, el que ya gozaba de libertad de expresión.
Desde luego que fue un momento importante para Berlín Oeste y para los alemanes occidentales en general, pero el día fundamental para ellos, el de la unificación, llegó casi un año más tarde, el 3 de octubre de 1990, después de que la mayoría de los orientales votaran a favor y Helmut Kohl y George H. W. Bush lo negociaran con Gorbachov. El día de la caída del Muro supuso la liberación para quienes estaban detrás, no para quienes vivían a este lado.
Por tanto, lo importante era el otro lado del hormigón, la pared que la gente no había coloreado con aerosoles, pero que había tratado de trepar poniendo en peligro su vida. La emoción de aquel día sólo se entiende si se imagina lo que era para una persona vivir tras aquella “muralla de protección antifascista” (su mentiroso nombre oficial), sin haber pisado jamás la mitad occidental de su propia ciudad y con la perspectiva de seguir así durante años.
Esa es otra cosa que ni los mejores historiadores logran transmitir del todo: el sentimiento de lo que no se sabía entonces. Para quienes vivían al otro lado del Muro, este se había convertido casi en los Alpes, un rasgo geográfico aparentemente inmutable. Incluso cuando las cosas empezaron a cambiar drásticamente en Polonia y Hungría, la mayoría de la gente siguió pensando que aquellos Alpes no podían desmoronarse. Los sostenía un imperio nuclear. En el verano de 1989, después de visitar Varsovia y Budapest, fui a ver a un pequeño círculo de amigos disidentes en Berlín Este, ya que por fin me habían concedido un visado que durante mucho tiempo me habían negado. “Bueno”, dijeron, pesimistas, “tal vez esté pasando en Polonia y Hungría, pero aquí no es posible”.

El año 1989 hizo posible la Europa actual, con sus libertades y defectos. Tuvo repercusión en todos los rincones del mundo
Por más que el historiador advierta sobre los peligros de analizar las cosas a posteriori, es imposible desaprender lo que él y sus lectores saben de lo que sucedió después. Por eso, aunque uno no caiga en la trampa de decir que lo que ocurrió tenía que ocurrir —lo que Henri Bergson llamaba “los engaños del determinismo retrospectivo”—, es muy difícil reproducir la intensidad emocional del instante de la liberación. Porque esa intensidad nació de haber pasado toda la vida convencidos de que una cosa así era imposible.
Mi amigo Werner Krätschell, de Alemania del Este, fue el que más se acercó a describirla. Después de oír hablar de “la extraña noticia” a un periodista francés, cogió a su hija Konstanze, de 20 años, y a una amiga suya, Astrid, que nunca habían estado en la parte occidental. Se metieron en el coche y fueron hasta el paso de Bornholmer Strasse. Después lo contó en Granta: “El sueño y la realidad se mezclan. Los guardias nos dejan pasar. Las chicas lloran. Se abrazan con angustia en el asiento trasero, como si esperasen un ataque aéreo”. Berlín Oeste les recibió con vítores, saludos, gritos. “Astrid, de pronto, me dice que detenga el coche en el siguiente cruce. No quiere más que pisar la calle, una sola vez. Tocar la tierra. Armstrong después de llegar a la Luna”.
En retrospectiva, todo el mundo es muy sabio. El número de los que recuerdan que predijeron en cierto modo aquellos hechos ha ido aumentando como las reliquias de la Santa Cruz. Pero no es verdad: ni los espías, ni los expertos, ni los políticos, ni los diplomáticos, ni los politólogos; ni yo tampoco. Claro que algunos decían que el Muro acabaría cayendo y Alemania se reunificaría, pero nadie previó cuándo ni, sobre todo, cómo; y el cómo fue lo fundamental. Un antiguo agente del MI6 me dijo una vez que, la misma tarde del 9 de noviembre, estaba reunido con sus colegas de los servicios de inteligencia de Alemania Occidental, el Bundesnachrichtendienst. Los espías alemanes estaban diciéndoles a los británicos que, según sus excelentes fuentes de información, el cambio en la parte oriental se produciría muy despacio, quizá a lo largo de varios años, cuando alguien se asomó por la puerta y dijo: “¡Encended la televisión, han abierto el Muro!”.
Yo conocí a una persona que sí predijo todo, exactamente como sucedió. La primera vez que fui a vivir a Berlín Oeste, en 1978, tuve que acampar en el suelo del piso de una deliciosa anciana llamada Ursula von Krosigk. Ursula había vivido mucha historia alemana. Su tío fue ministro de Finanzas de Hitler, y ella se acordaba de haber ido a su casa de campo a la mañana siguiente de otro 9 de noviembre, el de la Kristallnacht (noche de los cristales rotos) de 1938. Pasaron por calles llenas de cristales, los escaparates rotos de las tiendas judías saqueadas. “¿Qué dijeron los que iban en el coche?”, le pregunté. “Nadie dijo ni una palabra”.
Ursula procedía de una familia noble prusiana, pero era bohemia, afectuosa y nada convencional. Durante la guerra había sido amiga de varios alemanes de la resistencia que luego intentaron asesinar a Hitler. Las tierras de su familia estaban en Alemania del Este, expropiadas. Un día, en el desayuno —en el Kremlin estaba aún Leonid Bréznev, y la invasión soviética de Checoslovaquia era bastante reciente—, Ursula, después de dudar un poco, me confió: “Anoche tuve un sueño”. Había soñado que por un error, por una sola noche, habían abierto el Muro. Y que durante esa noche había pasado tanta gente de un lado a otro, abrazándose y llorando, que el Muro no había podido volver a cerrarse jamás. Un sueño, nada más que un sueño.
El año 1989 se ha convertido en el nuevo 1789: un hito trascendental y un punto de referencia. Nos dio, como se puede ver 25 años después, la mejor Alemania que ha existido jamás desde el punto de vista político (desde el punto de vista cultural ha habido otras Alemanias más interesantes, pero si tengo que escoger entre Wagner y la democracia, escojo la democracia). Hizo posible la Europa actual, con todas sus libertades y todos sus defectos. No hay un rincón en el mundo en el que no tuviera repercusiones, que fueron de dos tipos: las consecuencias directas de aquellos sucesos y las formas de interpretarlas, que, a su vez, tuvieron otras consecuencias imprevistas.
La caída del Muro se ha convertido en la metáfora suprema (o metametáfora) de nuestra era, aprovechada sobre todo por los políticos occidentales, no sólo para representar, sino para predecir el avance de la libertad. “El Muro ya no existe”, entonó el presidente George W. Bush el 1 de mayo de 2001, poco después de tomar posesión, para evocar un panorama internacional transformado, con una Rusia que podía ser “una gran nación, democrática, en paz consigo misma y con sus vecinos”. “Un muro cayó en Berlín”, dijo el presidente electo Barack Obama en Chicago, en su discurso de la victoria, la noche del 4 de noviembre de 2008, al hablar de las maravillas del pasado, el presente y el futuro. “El muro de Berlín simbolizó un mundo dividido y definió toda una era…”, declaró la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton en su discurso sobre la libertad en Internet en 2010, “pero ahora que las redes se extienden a los países de todo el mundo, se alzan muros virtuales que sustituyen a los visibles”. El gran cortafuegos de China, por ejemplo. Si Ronald Reagan se alzó ante el muro de Berlín para gritar: “¡Señor Gorbachov, derribe este muro!”, Clinton se alzó en el Newseum de Washington y exclamó: “¡Señor Hu, derribe este cortafuegos!”. Pero Xi Jinping sucedió a Hu Jintao y el cortafuegos chino —perdón, el Escudo Dorado— sigue en pie. Todo el mundo extrajo sus lecciones de la caída del Muro, y los líderes leninistas chinos aprendieron a no dejar que el poder se les escapara de las manos por cometer los mismos errores que Gorbachov y los dirigentes comunistas de Europa del Este.
La metáfora, o analogía, nos ha llevado por mal camino en otras ocasiones. No cabe duda de que, al menos para algunos neoconservadores como Paul Wolfowitz, la imagen de lo que pasó en el este de Europa en 1989 después tuvo que ver con sus esperanzas para Irak tras la invasión. Una generación de periodistas formados por la experiencia personal o colectiva de las revoluciones de terciopelo en Europa acogió la primavera árabe de 2011 como una especie de 1989 en sandalias (me declaro culpable de haber compartido esa esperanza). Por otro lado, un antiguo agente del KGB que había presenciado con rabia el ascenso del poder popular cuando prestaba servicio en Alemania Oriental, un tal Vladímir Putin, trata hoy de hacer retroceder la historia y restablecer lo máximo posible del imperio ruso mediante la violencia y las mentiras.

No puede ser solo una generación occidental; los del 89 de Pekín, Nueva Delhi y São Paulo son igual de importantes
Casi todo el mundo conoce la famosa anécdota, muy utilizada por conferenciantes en todo el mundo, de cuando, durante una reunión con Richard Nixon, en 1972, preguntaron al primer ministro chino Zhou Enlai sobre las consecuencias de la Revolución Francesa, y él respondió que era “demasiado pronto para saberlo”. Pero la anécdota se cuenta mal: el diplomático estadounidense que hacía de intérprete de Nixon, Charles W. Freeman, asegura que en aquel momento el tema de conversación eran las protestas de París de mayo de 1968, no julio de 1789. No habían pasado ni cuatro años: sí era demasiado pronto. Es decir, la respuesta de Zhou Enlai fue bastante vulgar y, sin embargo, se ha reinterpretado como una perla de eterna sabiduría china.
Ahora bien, si lo hubiera dicho, habría tenido razón. Porque el significado y las consecuencias de los grandes acontecimientos tardan decenios e incluso siglos en ser patentes. El historiador François Furet causó revuelo en Francia cuando declaró en 1978: “La Revolución Francesa ha terminado”. ¿Terminado? ¿Ya? Cómo se atrevía. Este año hemos visto numerosas reinterpretaciones de 1914, algunas de ellas a la luz de lo que está haciendo Vladímir Putin en 2014. El caleidoscopio no deja de girar. Pronto le llegará el turno a la caída del Muro. En mi opinión, quedan pocos interrogantes de peso sobre lo que sucedió, y cómo sucedió, aunque la batalla de las interpretaciones históricas se prolongará aún durante decenios (por ejemplo, unos destacarán el papel de Gorbachov, otros el de disidentes como Václav Havel, etcétera).
Sin embargo, sí quedan varias preguntas sobre qué significó y hacia dónde nos lleva. La principal, para mí: ¿dónde están los del 89? A lo largo de mi vida sólo han existido dos generaciones absolutamente inconfundibles: la del 68 y la del 39. A los del 39 les formó la experiencia de la II Guerra Mundial y la posguerra: hombres como mi padre, inmediatamente reconocibles. Luego llegaron los del 68, de un estilo totalmente distinto, que empezaron rebelándose contra los del 39, muy dados (por lo menos de jóvenes) al vino, el sexo y la hierba, pero también llenos de idealismo y empeñados en transformar la sociedad europea, hacerla más abierta en lo social y en lo cultural. Sin embargo, 1989 tuvo mucha más importancia histórica que 1968. ¿Dónde están los miembros de esa generación?


Paso fronterizo de Potsdamer, el 15 de noviembre de 1989. / CORDON PRESS
Tengo mi propia teoría, o tal vez una esperanza ilusa. Creo que la generación del 89 quizá no la forman los que actuaron o fueron jóvenes testigos entonces, sino los que nacieron en aquella época y ahora están haciendo el paso de la universidad del estudio a la de la vida. El mundo al que llegan es, en muchos aspectos, menos prometedor que el que atisbamos cuando amaneció sobre la Puerta de Brandeburgo el viernes 10 de noviembre de 1989. Entonces, Europa y la libertad parecían ir de la mano como nunca antes, a los sones de la Sarabanda de Bach, interpretada por Mstislav Rostropóvich delante del Muro; y más tarde a los de la Oda a la alegría de Beethoven. Veinticinco años después, Europa está en crisis. Los países libres sufren la amenaza de los islamistas violentos (una amenaza atribuible en parte —subrayo que sólo en parte— a la soberbia y el lema de “De Berlín a Bagdad” que nos condujo a Irak). El capitalismo autoritario de China —producto de las lecciones aprendidas por los líderes leninistas tras la caída del Muro— resulta muy atractivo para mucha gente fuera del Occidente tradicional, mientras que el capitalismo financiero descontrolado y lleno de desigualdades —también atribuible en parte a la soberbia engendrada por 1989— es mucho menos seductor.
¿Dónde están los del 89, pues? No se puede decir, como lamentan a veces los vejestorios del 68, que sea una generación callada, interesada sólo por la vida privada, con la vista y el pulgar puestos en la pantalla de un smartphone. Los del 89 han acampado en las calles de ciudades como Nueva York y Madrid para reclamar un futuro que el mundo parecía prometer tras la caída del Muro y los banqueros y políticos parecen haberles arrebatado. Los del 89 han encabezado las protestas contra las leyes que amenazan con coartar la libertad en Internet. Edward Snowden, que tenía seis años cuando el Muro se derrumbó, es una de sus voces, uno de sus héroes.
Sin embargo, no está claro todavía cuál es la visión política general de esta generación, cómo va a cambiar Europa, si el mundo la aceptará. Si quiere triunfar, no puede ser una generación exclusivamente occidental, como lo fueron, en general, los del 39 y los del 68. Los del 89 de Pekín, Nueva Delhi y São Paulo son igual de importantes, o más, que ellos.
No sé si la generación del 89 acabará siendo una generación política decisiva, cómo va a actuar ni cuál será su reacción cuando “pasen cosas”, como pasarán. Pero tengo algo claro: sus acciones (o su pasividad) condicionarán nuestra interpretación de la caída del Muro cuando se cumpla el 50º aniversario. De ellos depende el futuro de nuestro pasado.
El testimonio de Timothy Garton Ash sobre 1989, The Magic Lantern, acaba de ser reeditado en formato electrónico por Atlantic Books.  
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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