lunes, 9 de febrero de 2015

PRENSA CULTURAL. CINE. El escritor Jesús Carrasco escribe sobre "La isla mínima"

Fotograma de "La isla mínima"

   En "Babelia":

El horizonte

Jesús Carrasco sobre 'La isla mínima' 

Hace unos años, al poco tiempo de trasladarme a vivir a Sevilla, quise llegar en moto a Sanlúcar de Barrameda recorriendo los caminos de la margen izquierda del Guadalquivir. Me perdí y, como no llevaba mapa, durante mucho tiempo me sentí dentro de un laberinto porque muchos de los carriles terminaban en un canal o en un cañaveral y era preciso regresar a la bifurcación para volver a intentarlo con otra vía.
En mi pequeña aventura, que concluyó felizmente en Bajo de Guía, con el coto verdeando al otro lado del río, pude ver cómo un carguero se desplazaba cadencioso sobre la llanura. Las torres de contenedores se movían en silencio por encima de los árboles ribereños. A media tarde di con un chamizo con tejado de uralita donde servían, en medio de la nada, albures y pato. Al volver a casa, traté de reconstruir mi recorrido en un mapa de la zona y entonces supe que había viajado, entre otros parajes, por territorios próximos a Isla Mayor, Isla Menor e Isla Mínima, una gradación que me pareció cautivadora y que desde entonces quedó asociada a aquella peripecia cargada de visiones extrañas.

Es una película dominada por el horizonte, esa línea donde, según se narre, el cielo cae sobre la tierra como una guillotina
Jesús Carrasco
Más de diez años después he vuelto a aquellos lugares, pero esta vez, en el cine. Salí de ver La isla mínima con el corazón en un puño: por su intensidad dramática, por su potencia visual y por las excelentes interpretaciones. Y lo que es mejor, la película permaneció conmigo durante muchos días, algo que, cuando sucede, refuerza en mí las ganas de leer, de ver cine o de escuchar música porque esa permanencia es síntoma de que algo propio, y a menudo oculto, ha sido desvelado.
Ignoro por qué Babelia me ha llamado para hablar de esta película. Quizá es porque su director es sevillano y yo, que llevo ya diez años en esta ciudad, casi también lo soy. No lo sé. Lo cierto es que la propuesta me ha gustado particularmente porque he encontrado en ella algunos de los referentes narrativos que más me interesan.
Si tuviera que destacar solo dos, el primero sería, sin duda, la presencia sustancial del paisaje y su influencia en los personajes. Cómo, en este caso, el curso bajo del Guadalquivir condiciona la vida de quienes lo habitan hasta hacernos creer que esta historia solo puede ser contada de esta manera. Es una película dominada por el horizonte, esa línea donde, según se narre, el cielo cae sobre la tierra como una guillotina o, a la inversa, es la tierra la que parece evaporarse con la intención de incorporarse a lo sutil.
Otro aspecto a señalar sería la intensidad dramática. La isla mínima no es una de esas obras que te encandilan dulcemente, que te cogen de la mano y, sin darte cuenta, te has pasado casi dos horas sin moverte de la butaca. La isla mínima te agarra de la solapa y te arrastra a empujones y te pone delante de la cara lo que no quieres ver y así, a puñetazos, te abandona en la salida del cine y tú vuelves a casa magullado pero agradecido.
Volveré a viajar hacia el sur, a lo que en su día fue el delta del Guadalquivir. Volveré a perderme en sus caminos sin salida y a comer albures, o pato, o lo que se tercie, en alguna venta remota. Volveré a cegarme con la luz resplandeciente de nuestro Misisipi mágico. Volveré a Isla Mínima, pero nunca más será lo mismo porque su color será ya para siempre el de esta película enorme.

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