martes, 19 de mayo de 2015

PRENSA CULTURAL. Discurso de Fermín Herrero, Premio Castilla y León de las Letras, 2014

Fermín Herrero

   En "elnortedecastilla.es":

Discurso íntegro de Fermín Herrero, Premio de las Letras

Excelentísimo Señor Presidente de la Junta de Castilla y León, Excelentísima Señora Consejera de Turismo y Cultura, Autoridades, Premiados, Amigos
Siento tener que hacerlo en estas circunstancias tan gozosas, pero debo darles una pésima noticia: el mundo no tiene solución o es muy improbable, a mi juicio, que la alcance. No acudiré a predicciones milenaristas, ni a pavorosas proyecciones demográficas, impactos de cuerpos celestes con explosiones nucleares, apocalipsis terroristas o distopías a partir de seguros desastres ecológicos o del colapso del planeta debido a la sobreexplotación. No, sencillamente lo sé de mala tinta porque me voy conociendo bastante bien a mí mismo y, sin embargo, he resultado elegido para endilgarles este discurso.
A este respecto debe evitarse, para empezar, caer en la tentación, en el fraude de la demagogia fácil. No hay alternativa preferible conocida al Estado de Derecho que nos hemos dado -no quiero ni recordar las aberraciones totalitarias del siglo anterior- y en el que, por tanto, junto a la división de poderes, no cabe sino profundizar. Ahora bien, este sistema de convivencia, el mejor dentro de lo malo, lleva en sí la devaluación, si no la aniquilación, del espíritu; un sacrificio de lo estético, de lo sublime, para regodearse sólo en lo material. Podrá gozar –y qué duda cabe, es algo deseable y difícil de conseguir- una sociedad de un amplio bienestar y progreso, mientras dependa del espectáculo y de los índices de audiencia, entregados, por no necesitar ningún esfuerzo intelectivo, a lo frívolo, a la ordinariez, la zafiedad y la alienación, a la larga, está perdida.
Es imprescindible, en consecuencia, que no dejemos que la muerte, aunque seamos sus rehenes, reine sobre nosotros, que el nihilismo gobierne nuestros actos. No hay que cederle ni un palmo de terreno, que es suyo, pero que interinamente nos ha sido concedido, por una especie de enigmático milagro. Ahora bien, esta gracia regalada, este don sagrado lleva impreso un imperativo moral a favor de sostener el aliento para las generaciones venideras y un deber íntimo: religarse continuamente a lo numinoso, celebrarlo, nombrarlo. Porque además, y acudo en mi defensa a un axioma de François Cheng: “La verdad es que cuando se desvanece toda noción de lo sagrado es imposible para el hombre establecer una verdadera jerarquía de valores”. Lo mismo sucede con la humildad: es un aprendizaje, como todos, por otra parte, que nunca acaba, que se pierde en cada acto, en cada salida a campo abierto, por lo que hay que procurar volver de inmediato, con esperanza, con convencimiento, a su expuesto e intrincado camino.
Lo sagrado, que fija lo espiritual, pervive en la armonía, en la belleza, y que ésta se dé, sin más, “la rosa sin porqué” de Angelus Silesius, sobrecoge. Y a ella nos debemos. En la creación, que ha sobrevivido al mundo, la presencia de la belleza primordial es indudable, pide la palabra poética capaz de traspasar el tiempo, persigue una duración que prolongue el instante hacia la trascendencia o, en su defecto, el espejismo de una percepción durativa que nos sirva en el vivir. Por eso, como necesidad acuciante, como mester de realización y de superación, me di hace años a la poesía. Otros, los aquí premiados, optaron por la ejemplaridad en otras profesiones. En este sentido, cualquier actividad que no sea onerosa para el vecino ni, naturalmente, para el bien público, me parece válida. La poesía, en este orden de cosas tiene una ventaja grande de partida: es una entrega en vez de un oficio y, por añadidura, inútil, en cuanto evita de entrada cualquier trato con el pragmatismo. En esto, como en tantas cosas, por ejemplo a la hora de escoger como amigos a los buenos, tuve suerte, no me equivoqué, puesto que elegí lo más sencillo para escapar como decía Petronio “al viento, las asechanzas y la pálida imagen de la muerte”.
Así que, aunque el mundo me resulte ininteligible y piense, en consecuencia, que no tiene solución, es indudablemente hermoso, es más, hasta es posible que la belleza y la verdad que arrastra, tal y como presagiara Dovstoievski, atañan a su salvación, siquiera sea porque le proporcionan protección y cuidado. No obstante, y eso es lo que quería decir al principio, para intentar arreglarlo, de tener arreglo, por lo pronto para no estropearlo más, hay que empezar en carne propia, sin arrogarse superioridad moral alguna, para después, a ser posible, salirse, mediante la bondad, de uno mismo y darse a los demás. Por ahí podría empezarse en la búsqueda del sentido salvífico: por la defensa de lo menudo, de lo efímero, de lo frágil. Luchar también contra la pérdida de la memoria, que sostiene el hilo que nunca debe romperse, el de la tradición, para vislumbrar, siquiera sea de paso, el punto medio de la sabiduría. Hasta llegar al misterio más grande que engendra nuestra conciencia, el amor, en el que no entraré por entender que, aun siendo sin ningún género de dudas el fundamental, se sitúa fuera de la naturaleza de este acto. No profundizaré, en consecuencia, en este ni en otros asuntos porque no me parece sitio, ni ocasión, y porque, por otro lado, de lo único que puedo alardear es de mi ignorancia y, a veces, del estupor subsiguiente.
También, eso sí, de mis lecturas, que cada quince días comparto desde hace un tiempo dentro del impagable suplemento de culturas de El Norte de Castilla “La sombra del ciprés”, en el que me invitó a participar desde el principio su director. Y, entre ellas, por supuesto, las de quienes me han precedido en este trance. ¿Qué región podría presumir de tener, ya que estamos en esta ceremonia, entre los cinco primeros laureados a tres premios Cervantes y a un poeta crucial, decisivo para la lírica española contemporánea (“Siempre la claridad viene del cielo,/ es un don: no se halla entre las cosas/sino muy por encima…”). Y, posteriormente, algún otro que espero pronto sea distinguido con el máximo galardón de nuestras letras. Pues bien, si otras regiones, no digamos las que se autodenominan de manera agresiva nacionalidades, tuvieran este tesoro nos zumbarían los oídos hasta en la Meseta. Y nunca está de más nuestra proverbial mesura, pero como castellanoleoneses deberíamos enorgullecernos, mimar, escuchar a los que guardan la llama de lo sagrado, potenciar a estos creadores impares para intentar silenciar el ruido procedente de los aparatos y el poder letal de las nuevas tecnologías.
El malentendido que me ha aupado hasta esta tribuna que no merezco y donde me siento un tanto incómodo procede de mi docenilla larga de libros de poesía. Me veo en la obligación, pues, de referirme en concreto, brevemente, a ellos, así que, para terminar, les echaré un poema de ‘El tiempo de los usureros’, que vio la luz hace ya, madre mía, otra docena de años. Se sostiene en su semántica con palabras viejas de Castilla, que tanto amo, decantadas durante siglos, con el sabor, para mí, de lo auténtico, de lo verdadero, e intenta arrimarse a la articulación del pensamiento, entrecortada, elíptica y con sobrentendidos, a esa sintaxis implícita, seca, que caracteriza y delata a las gentes de esta tierra, a muchos de nosotros. Ambos aspectos proceden de una civilización campesina a punto de finiquitarse, la que conservaba un castellano natural propio, por caso, de la hermosura de la prosa de Santa Teresa de Jesús.
Son versos que hablan en su nombre y en el de la generación de mis padres, que apenas pudieron ir a la escuela porque los pilló la guerra y, luego, sufrieron los años de la cáscara amarga. Son palabras que vienen de un lugar olvidado, sumido en la condena del abandono; desde el alto llano numantino y machadiano, desde una comarca con menos densidad de población que el desierto del Sahara. Más allá del poema, son también una llamada de socorro. De no mediar un solidario y sostenido apoyo institucional, más temprano que tarde, la provincia de Soria desaparecerá como tal. Lo digo tirando piedras a mi propio tejado, porque allí, con la naturaleza apenas mancillada por el hombre, sin mundo, la poesía está, anda suelta.
Ahí va, pues, para concluir, el poemilla, titulado, por razones obvias, ‘Catastro’. Está en segunda persona porque me lo dirigí a mí mismo y suelo leerlo en público de cuando en cuando para recordarme quién aspiro a ser y de dónde vengo. Tal vez, si no de consuelo ni de compañía, por lo menos a alguno de ustedes les pueda servir de cierto provecho.
CATASTRO
Donde amapola, di ababol, y, si se puede, cardo. Y al vino,
vino. Donde collado, altozano o alcor, otero,
escribe llanamente cerro, alto o cuesta, loma. No digas
lo que nunca se dijo, lo que no se dice
en tu pueblo. Más vale mayo frío, la paja
poca y el trigo mucho. No impongas a la tarde
la añoranza si es falsa o aprendida, anota
simplemente el silbido del viento
en los linares. No recuerdes la muerte aunque
te tenga, piensa que de tanta mies se emboza
el peine cada día, que eres este momento. Y al vino,
vino, sólo la miga, el tuétano. Tampoco
hables más de la infancia para embaucar al olvido, precisa
simplemente la orfandad del muérdago
en el hayedo. Más vale mayo frío. Si tempero,
arraigas; si membrillo, aromas; si cierzo, tiritas. Di
berro, ortiga, di bálago, acebal. No niegues la palabra
amor, tampoco entrega, ni prodigio, ni tú. Ahora
bien, antes de escribirlas, hazlas.
Muchas gracias.

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