jueves, 31 de diciembre de 2015

MUJER. "La biblia de la mujer: sufragismo e insumisión"

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La Biblia de la mujer: sufragismo e insumisión

Publicado por Sede de la Asociación Nacional Contra el Sufragio Femenino (1911). Fotografía: Library of Congress (DP)
Sede de la Asociación Nacional Contra el Sufragio Femenino (1911). Fotografía: Library of Congress (DP)
Sede de la Asociación Nacional Contra el Sufragio Femenino (1911). Fotografía: Library of Congress (DP)
El movimiento sufragista norteamericano propició el cambio social más importante de la Edad Contemporánea. Por primera vez, una organización femenina luchó por conseguir derechos políticos que situasen a las mujeres en una posición igualitaria junto a los hombres. A mediados del XIX y dentro de los grupos abolicionistas de la esclavitud, las mujeres llegaron a la misma conclusión: si estaban reclamando activamente la libertad de los esclavos, era natural que también pidiesen sus derechos como ciudadanas y no simples propiedades de los varones blancos. La mujer no podía votar, afiliarse a un partido, carecía por sí misma de dinero, no podía firmar un contrato de trabajo, montar un negocio ni ocupar un cargo público. Todas sus decisiones habían de ser supervisadas por el padre, marido o hermano mayor.
La razón de la inferioridad femenina emanaba del dogma religioso y las interpretaciones que los sacerdotes hacían de la Biblia. Según las Escrituras, la mujer fue creada en segundo lugar; por tanto, era un escalón inferior en el esquema del universo. Además, había sido la causante de la caída en el pecado. En la era de las Luces, librepensadores como Rousseau (Emilio o de la educación, 1762), o ya en el XIX, como Tocqueville (La democracia en América, 1835-40) seguían afirmando que el lugar de la mujer tenía que ser única y exclusivamente el doméstico, para contribuir a la armonía política. Ella sería la salvaguarda de la moral y el orden en la democracia, pero siempre dentro de la casa.
La nueva ciencia tampoco era proclive a la igualdad. Sin llegar a los extremos de los biólogos racistas, las obras de Charles Darwin, que derrumbaron el mito bíblico del origen del hombre, seguían empecinadas en distinguir al varón con una serie de aptitudes superiores a las que poseía la mujer, además de afirmar un grado mayor de evolución en los blancos frente a negros u otras «razas».
La neoyorquina Elizabeth Cady conocía la figura de la filósofa Mary Wollstonecraft (madre de Mary Shelley), quien en 1792 había escrito una obra fundamental para el pensamiento feminista, su dura crítica de Rousseau en Vindicación de los derechos de la mujer. Cady, seguidora de las ideas del filósofo John Locke, defendía la soberanía de los pueblos y la igualdad de los seres humanos. En 1840 se casó con Harry Stanton, activista del abolicionismo. Ese mismo año, la pareja acudió a Londres para participar en la primera Convención Mundial Antiesclavitud. Allí Elizabeth conoció a Lucrettia Mott, quien ya había organizado varios congresos de mujeres abolicionistas en Filadelfia. Alguna de estas reuniones terminó con la quema del local y el intento de linchar a quienes participaban. En Londres, las dos descubrieron que su opinión valía entonces lo mismo que la de los esclavos: aunque podían asistir a las reuniones, se les prohibía hablar en las asambleas o votar las ponencias. Era necesario organizarse en un movimiento femenino para exigir el voto.
El Génesis bíblico era el único argumento al que acudían tanto partidarios de la esclavitud como abolicionistas. Los primeros se agarraban a una larga lista de citas donde se mencionaba la existencia de esclavos y su aceptación como costumbre lícita. Los abolicionistas, por su parte, apelaban al principio universal de amor y respeto al prójimo que subyace en el mensaje cristiano. Pero en lo que sí estaban de acuerdo tanto unos como otros era en que las mujeres debían permanecer fuera de la discusión.
En 1848, un grupo de hombres y mujeres escribieron el Manifiesto de Seneca Falls (Nueva York), tras reunirse en la primera Convención de los Derechos de la Mujer. Este texto, inspirado en la Declaración de Independencia de Thomas Jefferson, dejaba claro que había terminado el tiempo de la «ley natural». Las declaraciones políticas que sustentaron las revoluciones liberales pedían la igualdad de los hombres en términos legales, económicos y éticos, pero no así entre los sexos. Allí seguía imperando una misoginia de origen divino que relegaba a la mujer a un puesto secundario en la nueva sociedad. Gracias al sufragio femenino, las mujeres serían iguales a los hombres, no enfrentadas en eterna dualidad y distintos espacios.
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Susan Brownell Anthony (izq) y Elizabeth Cady (dcha). Fotografía: DP.
Susan Brownell Anthony, maestra de origen cuáquero, se unió a la causa sufragista en la década de los cincuenta, tras haber militado en los grupos abolicionistas. Muy radical en sus planteamientos políticos, luchó contra las duras condiciones del trabajo de las mujeres obreras. La guerra de Secesión fue crucial para Anthony y el resto de las sufragistas: apoyaron a la Unión, pero una vez terminado el conflicto, sufrieron un enorme chasco. Durante el proceso de reforma de la Constitución, el Partido Republicano presentó la Enmienda Catorce, donde por fin se defendían los derechos civiles y el sufragio de los ciudadanos negros, pero no así el de las mujeres. Los políticos, haciendo gala del principio pragmático y egoísta que Tocqueville les adjudicaba por su género, no quisieron ver comprometidos sus acuerdos con los estados del Sur y decidieron negar las peticiones de las mujeres (además, con la Enmienda Quince, los negros no pudieron votar libremente hasta los años sesenta). Un año después, y contraviniendo las cualidades con las que Rosseau adornaba a la Sofía de su obra, obediente y discreta, Cady Stanton y Anthony fundaron la Asociación Nacional pro Sufragio de la Mujer, llamando a la libertad de cada una, sin el control de maridos, políticos o sacerdotes.
Pero la religión no podía ser borrada de un plumazo. Las sufragistas estaban muy preocupadas por la influencia de las enseñanzas que desde allí habían calado. Para transformar una sociedad no solo había que cambiar la ley, sino la forma de entender los textos sagrados, desprendiéndolos de interpretaciones maliciosas. Con un atrevimiento que provocó la ruptura del sufragismo y la condena furiosa de todas las autoridades, Stanton y Anthony decidieron que ya era hora de leer la Biblia bajo un nuevo foco, para desmontar mitos y encontrar una nueva ética religiosa.
Este objetivo no fue en absoluto un hobby de señoras ociosas: durante tres años, más de veinte mujeres («serias y liberales»), pertenecientes a las iglesias universalistas y unitarias, incluida la primera sacerdote femenina de Nueva Inglaterra, la Rev. Phebe A. Hanaford, con conocimientos de latín, griego, hebreo e historia, se dedicaron a revisar la Biblia. La tesis principal era que los textos no tenían origen divino, por tanto, eran susceptibles de crítica e interpretación, tal y como habían hecho los hombres. Ellas defendían el mensaje de Jesús, pero rechazaban los siglos de manipulación histórica y lingüística en el relato. Conocedoras de las diferentes versiones de las Escrituras y de la relación del texto con la Cábala hebrea, se atrevieron a afirmar que el nombre de la divinidad había sido tergiversado. En lugar de Yavhvé, ellas escogieron Elohim (y la versión donde el hombre y mujer son creados al mismo tiempo en el quinto día, con el mismo poder y capacidades). Ateniéndose a la traducción de Samuel MacGregor Mathers de La Cábala desvelada, la potencia divina carecía de sexo, pero contenía a la diosa y al dios en uno. No era dualismo, sino algo todavía más provocador: la presencia de una diosa primitiva en el origen de todas las creencias. Cady Stanton defendía las tesis que el antropólogo suizo J. J. Bachofen expresó en El matriarcado (1861) sobre primeras sociedades y religiones de la Antigüedad.
La Biblia de la mujer repasa, con minuciosidad y humor (especialmente, los textos de Cady Stanton), los hechos de las mujeres en el Antiguo y Nuevo Testamento. Hay menciones al proceso político de la época (de Ben Franklin a Daniel Webster) y a los comentaristas bíblicos (Thomas ScottAdam Clarke, además de Julia E. Smith, la primera mujer que tradujo la Biblia). Las autoras señalan que el porcentaje de mujeres es un diez por ciento del total de personajes, por lo que esa ausencia es ya suficientemente significativa. La Eva del Génesis es defendida como una mujer que anhelaba el conocimiento por encima de los caprichos y por ello mordió la manzana, a diferencia de su compañero, perezoso y cobarde. Leeremos sobre las leyendas arbitrarias que justifican el uso del velo, la condena de las brujas, con la conclusión de que resulta absurdo tomar por palabra de Dios las andanzas de unas tribus que trataron a las mujeres como botín de guerra y objetos sexuales. Pero también destacan aquellos raros fragmentos en los que la mujer aparece retratada con justicia: Débora, la profetisa; Ruth y Noemí, la familia trabajadora; Vashtí y Esther, rebeldes y audaces…
El libro fue condenado con dureza por los clérigos, los políticos y gran parte del sufragismo, que se separó de la organización original y fundó el Movimiento Nacional Americano para el Sufragio de la Mujer. Todos afirmaban que el diablo estaba detrás de La biblia de la mujer. Cady Stanton replicó que Satanás no fue invitado a revisar los textos. Lo veían demasiado ocupado atendiendo sínodos y conferencias políticas.
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La actriz Hedwig Reicher frente al edificio del Tesoro, Washington, durante la Parada Sufragista de 1913. Fotografía: Library of Congress (DP)

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