jueves, 21 de enero de 2016

ENSAYO. "Una historia de la desazón europea". Sobre "Constelación de pasaje", de Josep Casals

   En "El País":

Una historia de la desazón europea

El filósofo Josep Casals retrata en su monumental ensayo ‘Constelación de pasaje’ la evolución de la crisis del continente de 1870 a 1980, con París como escenario principal


Una viñeta de 'El grito del pueblo' la narración en cómic realizada por Jacques Tardi sobre la Comuna de París, punto de partida del libro de Casals.

Todo un editor como Jorge Herralde poniéndose en pie por vez primera y sacándose metafóricamente el sombrero, y el propio autor, el filósofo y doctor en Historia del Arte Josep Casals, admitiendo una fatiga tal que, tras nueve años de intenso trabajo, ya ha cruzado el umbral del insomnio. Son, qué menos, las consecuencias de editar y escribir un ensayo de la magnitud de Constelación de pasaje (Anagrama), impresionante recorrido por autores, personajes, artes, ambientes y conceptos para explicar “un siglo de crisis” en Europa, según Casals, o una “crisis mortal”, en palabras de Walter Benjamin, quien ya la previó en la música de Offenbach. El estudioso la fija entre 1870 y 1980 y la ha compendiado en casi 1.100 páginas, entrelazadas por una constelación de 739 nombres.
Avisado por Musil o Wittgenstein de que se estaba entonces “doblando una esquina”, Casals (Barcelona, 1955) arranca el periodo con originalidad y valentía en el episodio de la Comuna de París, en 1870. “Es una revolución en estado suspendido, una promesa incumplida, que irá reapareciendo en la Guerra Civil española o en el Mayo del 68. Ahí se ve una revolución obrera desgajada de una burguesía y con un movimiento de mujeres feministas, armas en mano”.
También le parece ver “un cambio cultural de una burguesía que se convertirá en conservadora y que tendrá ya una actitud ante lo nuevo, ya sean ideas o arte, de prevención: por eso saldrá entonces tanto artista maldito”. No menos importante se le antoja la consecuencia del ascenso de Alemania como potencia imperial mientras, ya en lo personal, ratifica su tesis de que “había un malestar a fines de la segunda mitad del XIX, antes de lo que siempre se ha mantenido”.
Le parece incluso que el famoso Segundo Imperio “ya era una proyección del mundo presente, con ese París como casino y timba, un Napoleón III como comediante y precursor de la política-espectáculo, una especulación fruto del capitalismo financiero, el culto a la juventud…”. Y ahí empieza a enlazarse todo, como en las cartulinas con esquemas de relaciones que acababan en maraña pura y que le mostró diversas veces Casals a su editor: “Las transformaciones solo se pueden comparar con las del Neolítico. Son científicas, técnicas o industriales; el mundo se ha hecho pequeño por la velocidad; la electricidad ya no deja discernir entre día y noche; la medicina halla las substancias barbitúricas que pueden modificar el comportamiento, con lo que la actitud espiritual también puede ser fruto de ellas”.
Es cuando aparece el pasaje como sinónimo de tránsito, pero también esas galerías comerciales y sus escaparates, museos de cera y la física recreativa, cuando Klee se plantea recomenzar “como un recién nacido” y Musil viene a decir que todos los jóvenes simpatizan con el mal en un estado suspensivo. Surgen figuras como el ángel o el hermafrodita, o el maniquí, el incesto, la epilepsia… Y Casals, en un caos ordenado, cita a Freud, Dostoievski y la crisis del idealismo y del cristianismo, con la muerte de Dios, de la idea de un fundamento de una verdad inalterable; y al asalto llegan el devenir, la caducidad y los cambios en el lenguaje, “la diferencia entre logos y cosmos”. Y lo que es peor: la ciencia demuestra todo eso.
Con esa orfandad humana respecto a un fundamento que ampare (“sea Dios, rey o patria”, escribe), arranca Casals la segunda parte de su estudio, donde se tienden puentes entre múltiples escenarios europeos (Berlín, Budapest…) y aparecen nombres como Foucault, Genet, Duras o, claro, Benjamin, “nudo y centro de relaciones y símbolo de nomadismo del libro”. Entrenado en este tipo de telarañas, como ya mostró en sus Afinidades vienesas (2003, premio Anagrama de ensayo), el papel que ahí jugaba la música lo hace ahora el cine. Por ello afloran Fassbinder y Godard o Visconti. Las relaciones de lo que es verdad y no, de lo que es realidad y ficción se “complican”. Lo fraccionario, lo despersonalizado manda; el valor es la mercancía y lo intercambiable; lo había dicho ya antes Rimbaud:Ya no es esta la auténtica vida”.
Detiene su estudio Casals en los años ochenta, que es hasta donde cree que llega “una cultura crítica, cuestionadora y de donde hoy esta Europa de Estados burocráticos, sumisa a las directrices financieras y donde las universidades han abandonado los criterios de calidad y excelencia”, puede sacar su fuerza “y de donde puede salir algo que perturbe el modelo vigente”.

Ocho autores para un siglo

Con esfuerzo, Josep Casals personifica en ocho nombres su Constelación de pasaje,los personajes clave de esa crisis de muerte:
Jacques Offenbach. “Es un músico menospreciado, pero de un humor corrosivo, que hace bajar a los dioses de los pedestales. Construirá melodías de extraordinaria delicadeza; dual, hará una música antiidealista. En ella puede aparecer la figura del autómata, pero también puede mostrarte el paraíso”.
Friedrich Nietzsche. “Es el que ve la gran crisis rompedora, el ocaso de los dioses en el que él no podía dejar de aparecer”.
Jean Renoir. “Es un cine crítico con el mundo masculino clásico, la avidez, pero al unísono un canto a la vida, otra vida posible, un cine que introduce una distancia crítica; eso, por ejemplo, no pasó con la música de Wagner, que lo arrastraba todo, no dejaba distancia crítica: por eso Nietzsche prefería a Offenbach”.
Stéphane Mallarmé. “Es el valor de la sensación. Decía que sus colores eran el rojo de los labios y el blanco de la página. Y es eso: la capacidad de enfrentarse al vacío, el blanco como elemento de construcción, la sensibilidad y sonoridad de las palabras, un lenguaje con un componente señorial más un elemento abstracto”.
Fiodor Dostoievski. “Es la inversión total de las jerarquías, pero sabe unir lo más alto con lo más bajo: reúne la locura, lo más salvaje, lo degenerado, lo anormal o la barbarie, pero siempre vinculándolo a aquello que puede ser la regeneración. En definitiva, mezcla lo primitivo con lo más moderno y anticipa el carnaval mediático, como puede verse en Los demonios”.
Marguerite Duras. “Es la comunidad inconfesable, la comunidad de los que no la tienen: en su casa eran asiduos Lacan, Bataille, Antelme… Su virtualidad relacional es encomiable. Luego está su concepto de escritura, que enlaza con Mallarmé o Blanchot: está a tocar de la locura, se expone, los suyos son personajes obsesivos, nombres flotantes… También indagará en el deseo: en ella está la metáfora del bosque, el mar o el sexo femenino”.
Walter Benjamin y Robert Musil. "Son dos inteligencias extraordinarias. Se ignoraron ex profeso, pero son necesariamente complementarios por su confrontación de elementos. Por ejemplo, Benjamin hará una apología aparente del cine soviético, mientras Musil será mucho más crítico con el cine del momento; el primero cree que hay que politizar el arte; el segundo avisa que el tiempo del arte es uno y el de la política, otro, que no hay que dejarse llevar por la urgencia histórica. Juntos son de una extraordinaria lucidez”.

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